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FOTOMULTAS: ¿ALIADAS O ENEMIGAS DEL CIUDADANO?


Los sistemas tecnológicos para detectar infracciones prometen salvar vidas, pero su aplicación en Colombia ha estado marcada por cuestionamientos que siembran dudas sobre si en realidad se cumple ese propósito.


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La seguridad vial es uno de los grandes retos del país: cada año, miles de personas pierden la vida o resultan lesionadas en siniestros de tránsito que dejan profundas huellas sociales y económicas. Ante esta realidad, la tecnología ha surgido como aliada para fortalecer el control en las vías, y las fotomultas son hoy uno de los mecanismos más extendidos. Sin embargo, aunque estas herramientas prometen contribuir a la prevención de accidentes, su implementación en Colombia ha estado rodeada de cuestionamientos que ponen sobre la mesa un dilema inevitable:

¿son realmente una solución para salvar vidas o se han convertido en un sistema que erosiona la confianza ciudadana?


Lo que conocemos como fotomultas son sistemas automáticos que, a través de cámaras y otros dispositivos electrónicos, registran los vehículos que exceden los límites de velocidad, que se pasan un semáforo en rojo o que omiten otras normas de tránsito. La idea detrás de su uso es sencilla: al aumentar la posibilidad de ser detectado y sancionado, se busca que los conductores piensen dos veces antes de cometer una infracción. En teoría, esto contribuye a reducir la accidentalidad, generar mayor disciplina en las vías y complementar la labor de las autoridades en aquellos lugares donde no siempre es posible contar con presencia de agentes de tránsito.


A pesar de sus ventajas, la aplicación de estos sistemas en Colombia enfrenta grandes cuestionamientos. En ocasiones queda la sensación de que algunas cámaras no se ubican con base en criterios claros de seguridad vial, sino en puntos de alto flujo vehicular, como si pesara más la expectativa de mayor recaudo que la reducción del riesgo. En otros casos se reportan equipos sin la debida autorización; o con mala calibración, que puede llevar a imponer sanciones cuando no corresponde; o se imponen sanciones con capturas en las que aparecen vehículos superpuestos, pudiendo atribuir la infracción al vehículo equivocado. A esto se suma la operación tercerizada a particulares, lo cual introduce intereses económicos en su operación, y los problemas de notificación, por lo cual algunos conductores solo se enteran cuando ya hay una sanción en firme o un cobro coactivo. El resultado más grave es que, con frecuencia, se termina sancionando al propietario del vehículo y no a quien realmente cometió la infracción, lo que rompe la confianza y el principio básico de responsabilidad personal.


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En materia técnica, el sistema exige equipos autorizados y correctamente calibrados. La Agencia Nacional de Seguridad Vial es la autoridad encargada de otorgar esa autorización; sin embargo, en la práctica se han identificado casos de dispositivos usados para imponer sanciones pese a carecer de la debida autorización para su instalación y funcionamiento. Además, una mala calibración puede llevar a imponer una multa por exceso de velocidad cuando en realidad no lo hay, o a confundir vehículos en una misma toma (por ejemplo, cuando una moto rebasa a un carro y la sanción termina llegando al propietario del carro). Estos errores restan legitimidad al sistema y generan una sensación de indefensión en los ciudadanos.


Un punto especialmente sensible es la responsabilidad por la infracción. Con frecuencia, la sanción recae sobre el propietario del vehículo, aunque no haya sido quien cometió la conducta que dio lugar al comparendo, lo que pone en tensión el principio de responsabilidad personal y afecta el debido proceso, especialmente la presunción de inocencia. De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte Constitucional, debe sancionarse a quien efectivamente incurrió en la falta y no al propietario por el mero hecho de serlo; solo procede sancionar al propietario cuando, dentro del procedimiento administrativo, quede probado que este, de manera culposa, cometió la infracción. Sin ese estándar de identificación y prueba, el sistema deja de ser justo y confiable para la ciudadanía.


Por eso, hace falta una revisión integral de la regulación. Para recuperar la confianza en el sistema, las sanciones deben condicionarse a la identificación plena del conductor infractor y a la verificación previa de requisitos: autorización vigente de la ANSV, calibraciones certificadas y periódicas, ubicación según criterios que contribuyan verdaderamente a la seguridad vial, con señalización visible, notificación efectiva de comparendos y límites claros a la participación de particulares. Si estas garantías no se cumplen, no debería expedirse el comparendo ni imponerse la sanción.


Más allá de las fotomultas, existen alternativas que pueden impactar de manera más directa en la seguridad vial. Entre ellas, la educación y la formación ciudadana desde edades tempranas, intervenciones en infraestructura que reduzcan la probabilidad de siniestros (como pasos peatonales seguros, mejor iluminación y señalización clara), y la presencia estratégica de autoridades en puntos críticos. También es clave usar la tecnología con un enfoque preventivo y no meramente sancionatorio, por ejemplo, a través de tableros electrónicos que alerten sobre el exceso de velocidad o sistemas que generen datos abiertos para evaluar la efectividad de las medidas. Estas acciones no solo reducen riesgos, sino que fortalecen la confianza de los ciudadanos en que el control busca salvar vidas y no recaudar dinero.


El debate sobre las fotomultas no se reduce a estar a favor o en contra, sino a garantizar que su aplicación no vulnere derechos fundamentales y esté verdaderamente enfocada en salvar vidas. Bien utilizadas, estas herramientas pueden contribuir a la seguridad vial; mal implementadas, solo alimentan la desconfianza ciudadana. El reto para el país es claro: que la tecnología esté al servicio de la gente y no la gente al servicio de la tecnología.

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